17.6.06

La palabra justa en poemas de batalla

Paco

Apareció tu rostro en
una conversación. Yacías
en una conversación/ tu
fulgor brillaba en una
conversación. Habrás
hablado mucho con tu muerte,
dos peces en el mar.
¿Qué hay por allí? ¿El puente de tu casa
donde pasaban ímpetus, sonora
la vida escrita en los
huesos de tu canción?
¿Hay perros, hay olvido ya?
Los veranos cuidaron tu congoja.
Nos vemos.
* Poema inédito de Juan Gelman. 6/10/05.

Poeta inclasificable y militante de Montoneros, consiguió armonizar la escritura de poesía con la lucha por una sociedad más solidaria. Subestimado durante años como un mero “autor de denuncia”, en los ’90 se abrió un espacio de lectura y de recuperación de su obra que aún continúa.

Por Silvina Friera
Los poetas siempre fueron hombres de transición. En “Solicitada”, de Poemas póstumos, Francisco Urondo escribió: “Realmente, si un poeta, amigo mío, no ve las transiciones que saltan a su alrededor como brotes de lava humeante, mejor que deje de serlo, ceda ese guiso perfumado a otros olfatos más perceptivos”. No fue el caso de Paco, que nunca cedió ese guiso en el que se cocinaba su vida, su obra, su militancia. En mayo de 1976 fue enviado a Mendoza por Montoneros para reorganizar a los militantes que continuaban resistiendo la represión militar, según la versión oficial de la organización. Pero la causa de ese destino altamente peligroso –hasta se dijo que “lo mandaron al muere”–, habría sido que no respetó el código de Montoneros en lo referente a su vida privada, ya que no se había separado de su anterior pareja, Lili Mazzaferro, pero tenía una nueva mujer y una hija con ella que pronto cumpliría el año de vida. Hace 30 años, perseguido a balazos por la policía, Paco se tomó la pastilla de cianuro que llevaban los militantes para no ser capturados con vida y delatar a sus compañeros durante las torturas.
Después de su muerte, sus poemas se deslizaron hacia el silencio incómodo, una forma del olvido, acaso la peor de todas. Durante buena parte de los ’80, se lo consideró un mero coloquialista, un autor de poesía de denuncia o de propaganda. En los ’90 se abrió un espacio de lectura y de recuperación de su obra que aún continúa.
“La poesía de Paco está absolutamente a salvo, su militancia nunca dañó su obra”, asegura Horacio Salas en diálogo con Página/12. “Hay algunos poetas-militantes que sufrieron ciertos avatares. Estoy pensando en Neruda, cuando escribió los poemas a Stalin, o en cierta zona de la obra de mi queridísimo Raúl González Tuñón. Pero Paco siempre resguardó una poesía de tono íntimo muy enriquecedora.” También poeta y periodista como Urondo, Salas cuenta que a Paco le gustaba caminar y trasnochar por Buenos Aires. “No lo puedo recordar sin su sonrisa, sin hacer chistes, sin tratar de levantarse alguna mina que andaba por ahí.” El autor de Lecturas de la memoria estaba exiliado en España cuando se enteró de la muerte del poeta. “Para mí fue un golpe terrible –admite–. Yo no estaba en Montoneros, pero eso nunca impidió que tuviéramos una excelente relación.” Daniel Samoilovich señala que la poesía de Paco es más bien “melancólica, de una cierta elegancia, y muy personal”. Y añade: “Quizá sea una de las elaboraciones más personales de la poesía del ’60”. El poeta y traductor advierte que, después de muchas idas y vueltas, “hoy permanece un intento de acercarse al habla usual, que en realidad ya había empezado con César Fernández Moreno”.
“Ahora no parece incompatible esa búsqueda del habla usual con un uso métrico más cuidado que en algún momento del ’60 se disolvió. No en los mejores, que siempre sonaron y suenan bien, como Juana Bignozzi, Gelman y Paco Urondo. Nunca cayeron en una cosa desmañada”, admite el autor de El carrito de Eneas y Las encantadas. Hacia fines de los ’70 y principios de los ’80, la obra de Paco fue una de las tantas “víctimas” que se cobró el retorno a la idea de una poesía alta y sublime. “El neorromanticismo y el neobarroco hicieron tabla rasa con la poesía del ’60. Plantearon una ruptura que colocaba en masa a toda la producción de esa época bajo el rótulo de coloquialismo, que no abarcaba la riqueza y la variedad de esa generación –explica Samoilovich–. En algunos casos se trataba de una reacción justificada frente a cierta vulgata; en otros, resultaba excesivo porque era negar una parte de nuestra propia historia que tenía posibilidades de más de una lectura.” El poeta y director de Diario de poesía publicó un dossier especial sobre Urondo en 1999, pero no siente que hayan sido precursores en la reivindicación de Paco. “No creo que estuviéramos solos en esta relectura; me parece que en los noventa empezó a abrirse un espacio para recuperar su obra, que continúa abierto”, observa Samoilovich.
Aunque para Daniel Freidemberg se modificó el lugar de Paco en la literatura argentina, dice que su reconocimiento sigue siendo un tanto ambivalente. “En gran medida el rescate de Urondo viene de la mano de su figura política, y no es nada injusto porque él era un combatiente y eso está relacionado con su poesía. Pero hay mucha dificultad para apreciar y darse cuenta de la calidad y de la extrema singularidad de su obra poética. Creo que la gente joven lo está empezando a descubrir”, plantea Freidemberg, poeta, periodista y crítico literario. “Urondo, en mi opinión, es un poeta extraordinario. Cuando lo leo, me da vergüenza escribir... ¡cómo se puede ser tan bueno!” El problema que percibe Freidemberg es que la obra de Paco se resiste a las clasificaciones. “No fue un gran renovador o un provocador, no planteó rupturas; no es un coloquialista, aunque sí tiene que ver con el coloquialismo. Tampoco está en la vanguardia de Poesía Buenos Aires, aunque estuvo vinculado con ella. No hay un lugar dónde ubicarlo fácilmente.”
“A través de formas muy distintas, de poemas cortos con muchos silencios, blancos y sobreentendidos, hasta los poemas casi conversacionales y omnívoros, que abarcan todo el mundo circundante, parecía escribir con una naturalidad absoluta –analiza Freidemberg–. Tenía algo que decir todo el tiempo, sin necesidad de destacarlo o llamar la atención. Es un poeta en el que importan mucho los silencios. Siempre hay algo que no está dicho.” El autor de Blues del que vuelve solo a casa y Lo espeso real, entre otros poemarios, pone el énfasis en la búsqueda intelectual de Paco. “Es como si él se estuviera revisando a sí mismo y al mundo y cuestionándose todo, lo que es totalmente coherente con su vida –argumenta Freidemberg–. No es una mirada nada fácil, sencilla ni simplista. Algo está faltando todo el tiempo, y al final la idea de participar en la lucha armada lo alivia de esa sensación, a pesar de que en su poesía hay mucha celebración de la vida, de los placeres, del amor, de las mujeres, de las bebidas y de la amistad. Era una persona extremadamente compleja que se hacía cargo a fondo de su complejidad. El se cuestionaba a sí mismo permanentemente y no se ajustaba a una fórmula o a una visión.”
A pesar de la evidente admiración que siente Freidemberg por Urondo, reconoce que sus últimos poemas, que integrarían el libro que se iba a llamar Cuentos de batalla –la mayoría se perdieron en la larga noche de la dictadura militar–, “no tienen el espesor de sus poemas anteriores”. Sin embargo, Freidemberg aclara: “No son panfletarios en el sentido de que nunca, en ningún momento de su obra, Urondo presupone un lector al que sea fácil convencer. Al final, sí se nota que es una poesía que está escrita en circunstancias donde lo principal que él hacía no era escribir. La poesía se convierte en un registro inteligente y muy cuidadoso de las razones que lo llevan a la lucha armada. Me recuerda a otro poeta combatiente, Miguel Hernández, que en plena guerra civil española consigue armonizar la escritura de poesía con estar en las trincheras”. Y tiene razón el querido Leónidas Lamborghini: “Urondo sabía lo que había que hacer”.

Etica y estética
Por Juan Gelman
Cuando el 17 de junio de 1976 cayó combatiendo contra la dictadura militar, Paco apenas había terminado un libro de poemas, Relatos de combate, que se perdió en la noche genocida. Los escribió desempeñando al mismo tiempo las innúmeras tareas organizativas y político-militares propias de quien dirigía la actividad de Montoneros en una zona del país. Los escribió en medio de la persecución y la certeza de que cualquier instante podía ser el último. Su tiempo no sólo estaba ocupado por esa militancia: todo aquel que ha pasado por la clandestinidad conoce la tensión y la cantidad de horas que “se pierden” nada más atendiendo los problemas de seguridad, propios y ajenos, de importancia primordial. Tiempo físico y tiempo mental y tiempo de dolor por los compañeros que desaparecían. Eran casi siempre jóvenes y Paco preguntaba, se preguntaba: “¿Por qué no yo en vez de ellos?”. Padre reciente de una niña, pesando el pasado, duro el presente, dudoso el porvenir, Paco escribe.
“Empuñé las armas porque busco la palabra justa”, me dijo alguna vez en un café de Buenos Aires. Luchar por una sociedad más justa era una secuencia de esa suerte de felicidad que lo llevó a escribir. Es enorme esa interrogación de la poesía bajo tanta oscuridad y enorme la fe en esa interrogación, y en la poesía, y en su fulgor humano. Para Paco, la poesía era una manera de vivir. No sólo eligió la vida de la creación, también la creación de vida, una que fuera mejor para todos.
No es la circunstancia la que crea al poeta. Al revés: el poeta crea su propia circunstancia y lo que escribe va acuñando su biografía. “Las acciones del poeta no son más que la consecuencia de los enigmas de la poesía”, señaló ese gran poeta y resistente del maquis que se llamó René Char. La poesía es un acto de amor y Paco se rebeló contra la mezquindad y la grisura de la despasión. Su ética nació de su estética. Había escuchado el grito de Rimbaud: “¡Cambiad la vida!”.
Las lágrimas de Manolo Puig
Por Osvaldo Bayer
Recuerdo su muerte. Mi hermano Franz me llamó desde Buenos Aires para decírmelo: “Se mató el Paco, antes de entregarse”. Era para mí Tiempo de Exilio, en Berlín. Ese día, encuentro de escritores latinoamericanos en el Instituto Iberoamericano. Lo veo llegar a Manuel Puig. Manolo. Me ve y viene apresurado, me abraza y se pone a llorar desconsolado sobre mi hombro. Así era Manolo, el ultrasensible, emocional, niño, mujer, pura bondad. Me dice en voz muy baja:
–Lo mataron al Paco.
–No –le respondo–, antes de entregarse a las bestias, se mató él.
Nos fuimos a tomar algo. La tristeza era plena, sin límites. Sentimos la derrota. Los ojos de Paco. La sonrisa de Paco. Su ironía. Su voz suave. Manolo Puig me miraba sin hablar. Yo veía sus lágrimas salir de sus ojos tan vivos. Admiré su sensibilidad. Podía llorar por la muerte de un amigo. El sabía que esas lágrimas eran el mejor homenaje a Francisco Urondo, poeta, revolucionario, luchador por la dignidad. Hablamos con Manolo. Le conté que trabajé con el Paco en la redacción de Clarín. Era un poeta elegante, pulcro. Todo un caballero, se decía antes. Sí, un caballero que le daba el verdadero significado a la palabra solidaridad, honradez, trabajo. Para él, su mundo era la sociedad que vivía todos los días al salir de la redacción y ganar la calle para hacer las notas periodísticas. Pero no se conformaba con ser espectador. Ese tiempo: generales brutos como presidentes; fusiladores, torturadores, apaleadores de estudiantes. Viles asesinatos de prisioneros políticos. Pero los jóvenes de espíritu, en la calle. Tosco y el Cordobazo. Rodolfo Walsh desde su atalaya. Y toda la sociedad rica cada vez con más pobres.
“Nos estamos todos muriendo de vergüenza”, escribirá Paco por ese tiempo. Y, por supuesto, la cárcel para el poeta. Ese 1973. Y nos dirá en sus versos: “Del otro lado está la realidad, de este lado de la reja también está la realidad; la única irreal es la reja”. Un poeta como él detrás de las rejas. La Argentina. Luego, los asesinos de poetas pasaron a hacerlos desaparecer. Obediencia debida contra Rebeldía justa. Que, luego, la sociedad colaboracionista quiso igualar en los dos demonios. Recuerdo nuestras conversaciones sobre la común ciudad natal: Santa Fe. Yo le hablaba de los campos azules de lino y el me describía el enorme silencio de Guadalupe al atardecer. Cuántas veces en esas charlas volvimos a la niñez. “Tenemos que volver un día y recorrernos el Boulevard Pellegrini”, y él me prometió que sí. Paco no cumplió. No hubo ya tiempo. Porque se había comprometido con la vida. Lo mataron los uniformados del poder de siempre, al servicio de los dueños de la tierra y de todo. Los egoístas. Paco, las lágrimas del querido Manolo Puig, el sensible. Y mi eterno recuerdo agradecido. Tu sonrisa. Poeta de la Vida.
Valer la pena
Por Susana Cella *
Alguna vez dijo Juan Gelman que tenía que pasar mucho tiempo antes de que la obra de un gran poeta alcanzara el lugar que merece; se refería precisamente a Francisco Urondo, cuya obra poética, que no incluía desde luego los poemas posteriores, muchos perdidos en el exterminio dictatorial, había quedado reunida en una vieja y casi inaccesible edición de 1972 publicada por De la Flor. Así, efectivamente, tuvieron que pasar treinta años desde el día en que Urondo cayó combatiendo en Mendoza, para que se publicara su poesía completa, ya que, salvo algunas antologías o poemas sueltos, ese conjunto indispensable de la lírica contemporánea estaba disperso y olvidado o, peor, soslayado. A lo mejor habría que preguntarse el motivo, y quizá la misma poesía de Urondo dé la respuesta, porque al recorrerla desde los primeros textos de los cincuenta hasta el final, lo que se encuentra invariablemente es una forma de mirar el mundo, de frente, sin subterfugios ni engaño, incorporando todas sus maravillas y horrores, sin temor de enfrentar lo que el contradictorio tiempo depara. Por eso, tanto el amor como la amistad, los desengaños o los homenajes, la historia, la política y la literatura misma, se expresan en las variadas modulaciones de los versos, en el tono, en la brillante mezcla de registros, cultos y populares, que se conjugan perfectos en la unidad de los poemas. Breves, ligeros y transparentes como acuarelas algunos, extensos en forma de reflexión, reminiscencia, relato o carta otros, con alusiones a la historia contemporánea o a un pasado cuyas huellas se perciben, todos tienen sin embargo en común un mismo estilo.
Urondo imprimió a toda su obra una elegancia y precisión sustanciales, que muestran acabadamente el logro de una voz poética inconfundible. Es ese estilo como marca sostenida lo que hace irrelevante una desafortunada hipótesis según la que se diferencia algo así como un primer poeta exquisito y desvinculado de la realidad de un poeta militante posterior. La recurrencia de los temas, metros o palabras revela una actitud común inicial y continuada. El irrenunciable amor a la vida no cesa de reaparecer aun en los momentos más terribles, en los que no dejó de escribir con inmensa lucidez. “Voy cansado, es cierto, harto como todo el mundo que se precie/ o con desaliento; pero nunca falta/ alguna cosa, un olor/ una risa que me devuelva,/ para valer la pena...” dice en un poema, y esa última frase, también presente en otros, es la cifra del punto en que poesía y vida confluyen: una ética.
* Escritora, docente e investigadora de la UBA, responsable de la edición y del prólogo de la Obra poética de Francisco Urondo (Adriana Hidalgo).
Las encrucijadas del destino
Por Pablo Montanaro *
Se hizo justicia. Después de treinta años tanto el nombre de Francisco Urondo como su magnífica obra han sido desenterradas de la condena más cruel: la del olvido. Cuando comencé a plantearme la idea de escribir la biografía de Urondo, a principios de los ’90, muchas veces me pregunté: por qué no se hablaba de él siendo uno de los personajes fundamentales en la historia de la literatura argentina contemporánea y un protagonista central de la vida política de los años ’60 y ’70. En una vieja edición de Casa de las Américas había descubierto la dimensión de esa poesía vivencial, despojada de toda retórica y que daba cuenta de las encrucijadas del poeta: “puedo investigar o escribir luminosos párrafos/ que abrirían por sí el futuro/ puedo ser un intelectual responsable o desaprensivo/ firmar o no firmar/ traicionar o jugar a la lealtad/ (...) puedo elegir mi destino/ aunque no sepa darle forma adecuada/ ni por dónde empezar”.
A pesar de que había confesado “sin jactancias” que la vida “es lo mejor que conozco”, gran parte de la sociedad cultural e intelectual argentina lo condenó al destierro del silencio y del olvido. ¿Cómo podía ser que aquel exquisito poeta se convirtiera en revolucionario romántico, soberbio, irresponsable, guerrillero montonero? Entendía que el espacio de la cultura era donde se podía combatir los males que asediaban a un país. Y tuvo en claro que para ello debían recorrerse dos caminos: la escritura para dar cuenta de la realidad y la militancia política “para que nada siga como está”. Es decir, viviendo “en el corazón de una palabra” y ansiando la revolución, ese “salto temido y acariciado que nunca nos dejó tranquilos”. Para Urondo no había secretos, los compromisos con las palabras implicaban las mismas cosas que los compromisos con la gente. En los tiempos más duros de militancia le predijo a Miguel Bonasso: “Nos vamos a morir de todas maneras. Nos juguemos o no nos juguemos: el problema en todo caso no consiste en morirse joven, sino en haber vivido al pedo”.
* Autor de Francisco Urondo: La palabra en acción, biografía de un poeta y militante (Homo Sapiens).

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